lunes, 11 de febrero de 2013


CHRISTIAN VILLAMIDE: "DE CORAZONES"


CHRISTIAN VILLAMIDE: “DE CORAZONES”
Marta Gerveno



A veces necesitamos y sufrimos muchas explicaciones a la hora de comprender algunas propuestas  del arte contemporáneo. Hay creaciones que no pueden vivir al margen de un dossier alimentado de teorías, propuestas, ambiciones, reinos declarados que vuelcan en la intención de la mano que compone y de la morada que ordena todo el peso desaparecido en la realidad de las obras, en la punzada literal de los observados.
No es ese el impulso original del arte, y nada tienen que ver los pregones publicitarios con el poder de convicción íntima que alienta a la poesía. Palabras e imágenes trabajan de un modo diferente al convertir su provocación en su única evidencia.
El vigor de una verdad personal impone sus leyes y sus razones. Quiero decir que los sentimientos místicos de San Juan de la Cruz, transformados en verso desnudo y punzante, llegan a conmover los pliegues secretos de una conciencia descreída, la sensibilidad de un lector atrapado que no asocia la religión a sus preocupaciones. La autonomía de su intensidad basta para justificar el hecho cierto de cada silaba, la esperanza de una unión que ocurre, más allá de las creencias, en la fuerza del poema.
He pensado en esta autoridad de la belleza y el sentido al contemplar el deslumbrante mundo artístico de Christian Villamide. Sus obras tienen la autoridad del arte, dicen el reglamento de su propia constitución, defienden su verdad con el sentido autónomo que alcanzan sus formas.
Piezas como “De corazones” escogen el árbol que no oculta los limites infinitos del bosque, merodean por las cicatrices sucesivas de los años que se extienden de forma en forma, de anillo en anillo, palabras sobre. Son espacios que nos descubren el colorido interior de las respiraciones, secretos descubiertos en una mirada que no necesita negar el detalle para concebir la totalidad, porque dentro del árbol único se encuentra la extensión de los bosques. La armonía no es un pulso monótono, previsible, prefigurado, como el curso del tiempo en la esfera de un reloj, sino un azar vivo y emergente en el que las cosas pequeñas encuentran su sentido, y dialogan, y se miran a los ojos comprendiendo su hermandad, en un mundo de agua y piedra, de vegetal y hierro, de madera y viento. La armonía nace en el ojo del ser humano o del artista que organiza este diálogo para estructurar un sentido, para descubrirse a sí mismo en el paseo por el bosque, un bosque inventado a partir de la realidad de todos los bosques, con sus árboles centenarios y sus tormentas, con sus vidas incipientes y sus clausuras, en el ciclo de esa vida inventada a partir de todas las vidas.
Si, el arte es un proceso simbólico que elabora la belleza y la transforma en un modo de conocimiento. Por eso, aunque no compartamos la filosofía del artista, al dejarnos seducir por sus obras, al hundirnos en la tensión que establecen sus materiales y sus sentimientos, acabamos por interiorizar el mundo que nos propone. Así matizamos y enriquecemos nuestro propio mundo a través de una geografía que no es didáctica, pero ofrece una lección. Para el artista, el arte verdadero es un suceso, un acontecimiento, no un espectáculo liviano, porque consigue fundir mundos diferentes para crear una tercera realidad, un espacio compartido que ya no es simplemente la suma de las verdades anteriores. Nos lleva a lugares que no conocemos, y salimos de ellos con una mirada distinta, e incluso con el deseo de haber  dejado allí el rastro leve de nuestro paso. La unión de la tierra y el agua es algo más que una suma de tierra y el agua, porque el humedal impone sus leyes y sus secretos. El artista y el lector crean mundos nuevos, microclimas, atmósferas, corrientes, vidas y muertes, en la pulsión enérgica de su conocimiento. Para seguir las huellas de Christian Villamide hay que entender que en los pasos de un caminante pueden bordarse las inabarcables imaginaciones de los atlas. La fragmentación, dispuesta, organizada, sorprendida en su propio azar, revela una melancolía de existencias compartidas, una nostalgia de la totalidad. La naturaleza y el arte recuperan al mismo tiempo su autoridad por obra de la mano artesana que elige y rima, y crea el tiempo de acuerdo con los ciclos del sol y con el cronómetro de las lentas obsesiones de la primera persona del singular, convirtiendo la ficción estética en una imaginación jerarquizada.
En la literatura medieval cada objeto era una signatura destinada a aludir, a insinuar la verdad secreta que él mismo escondía bajo una corteza de engaños y distracciones. La sabiduría organicista quiso jerarquizar las palabras en frases, las frases en libros y los libros en bibliotecas, argumentando que las cosas vinculadas a una verdad única no sólo tienen valor en su aislamiento, sino que pertenecen también al lugar que ocupan en un orden superior. Una palabra está perdida al margen de su frase, un libro se siente desnudo fuera de su biblioteca, un corazón vale poco separado del cuerpo. La naturaleza es cualquier cosa menos conservación. Algunos pueden ver en ella el territorio sagrado de la verdad; otros, la dignidad exigente del vacío.
Son obras de arte que se justifican por sí mismas, como resultado de un diálogo con la materia. Pero el arte es un proceso de simbolización que nos comunica o nos contagia una mirada sobre el mundo, y la mirada de Christian Villamide descubre las humillaciones del ser humano y de la naturaleza, nos propone una relación distinta con la naturaleza, una nueva versión de la sublimidad, un sentimiento cosmológico que alcance al individuo, y que le invite a definir otra vez su dignidad escindida. Lección oportuna, lección de los bosques que conviene a las ciudades y a los ciudadanos.
                                                                           Marta Gerveno

Texto escrito por Marta Gerveno, para el catalogo de obra actual de artistas lucenses en el museo de Lugo

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